En términos biológicos, las especies altriciales son aquellas cuyas crías nacen siendo
incapaces de valerse por sí mismas, pues no han terminado de desarrollar sus sentidos. Llegan
al mundo con la piel expuesta y con una motricidad descoordinada; en obra gris, requiriendo
una cantidad abrumadora de ajustes, correcciones y adaptaciones. Se denominan de esta
manera en contraposición a las especies precoces, como los equinos o los ovinos que se ponen
en pie en pocas horas y en cuestión de semanas exhiben capacidades como las del adulto.
No hay comparación con la metamorfosis, donde el individuo transige drásticos
cambios, donde incluso hay diferenciación celular; sufriendo una transformación estructural y
funcional. Los altriciales, simplemente están incompletos, como si el tiempo de gestación
hubiese resultado insuficiente; a pesar que este tiempo de gravidez, está relacionado con la
proporción del tamaño de la cría con respecto a la madre, el número promedio de crías de la
camada y relativo al tamaño de la especie en comparación a otras.
En el caso específico de los ovíparos, son marcadas las diferencias entre los reptiles y
las aves, pues los primeros son precoces y las segundas altriciales. Las crías de las aves
eclosionan ciegas y sin plumaje, requiriendo el cuidado de la madre hasta 15 veces más el
tiempo de incubación, antes de dejar el nido. En términos adaptativos, este tiempo de crianza
propende por aumentar la tasa de supervivencia de los neonatos y garantizar la conservación
de la especie. Estrategia opuesta a la de las especies que no cuidan sus crías, quienes apuestan a la probabilidad de supervivencia por volumen. Teniendo mucha prole, hay posibilidad de que uno de cada tantos sobreviva por sí mismo. Este camino conlleva a la competencia pues la probabilidad de supervivencia de cada individuo es inversamente proporcional a la probabilidad de supervivencia de cada uno de sus hermanos, los recursos que cada uno consume, son recursos que los demás no podrán tener.
Es por esto que, entre más complejo es el desarrollo de una especie y su relación con
el entorno, mayor será el tiempo requerido de gestación, también incluso, se requerirá un
tiempo de crianza. En este tiempo, los nuevos individuos adquieren los repertorios
conductuales impuestos para ser incluidos y/o ascender en los sistemas sociales. Es en este
tiempo de entrenamiento, en el que se pescan y desarrollan las habilidades para la
supervivencia, donde demanda una cantidad abrumadora de recursos para los cuidadores. Los
gestores para proteger su inversión, buscan blindar al individuo, restringiéndoles el acceso a
los espacios o situaciones que le resulten riesgosos por su inexperiencia. La exposición a esos
entornos agrestes está a entera discreción de los cuidadores.
En el caso particular de la especie humana, esa autonomía se ve mediada
directamente por el contexto y la percepción de la realidad de los custodios, por ende, limitada
por los intereses y las creencias de los cuidadores. En su labor de crianza, la mayoría de los
padres se dan a la tarea de crear un entorno controlado en lo que ellos entienden como
seguro, según sus propias capacidades, limitaciones y en gran medida por sus expectativas. Se
configura entonces una firme burbuja que resguarda a los infantes de la realidad,
protegiéndolos de aquello que sus cuidadores denoten como peligroso o inapropiado. Este
límite invisible regulado y estructurado por el sistema social, restringe y fractura al individuo.
El curso natural del desarrollo que involucra la individuación, suscita pues el llamado
a transgredir, a desafiar esa normatividad resquebrajando la confianza de los padres, quienes
resienten como personal los atrevimientos del adulto emergiendo. Este nuevo
“alumbramiento” convulsiona la dinámica del sistema familiar. Es un largo parto que configura
la salida del individuo de ese entorno seguro para afrontar por sí mismo la noción de realidad,
para correr los riesgos tanto de la supervivencia como de la socialización, la lucha por una
ubicación y manutención propia en el entorno social.
La revolucionaria etapa de la adolescencia, es la época de los dualismos y las
dicotomías. Una vez abierto el cascarón, no hay claridad si se está adentro o afuera. El ex
infante experimenta fuerzas opuestas, las internas para salir y las externas por mantenerlos
adentro. Entre más restrictivo el entorno, mayor será el afán para salir de él y más será
resentida la oposición sentida por el joven. Por ende, será mayor la fuerza que requiera o
fracasará en el intento de eclosión, hasta que su tamaño no le permita permanecer en la
artificiosa burbuja simbólica.
Los primeros resquicios en la cáscara permiten vistazos agradables del exterior,
mientras aún se disfruta el confort del resguardo interior. Los impulsos hormonales y el
progreso de las capacidades cognitivas confrontan las indicaciones y las expectativas de los
padres. Al igual que las aves al salir del cascarón, los adolescentes requieren cuidado, atención
y entrenamiento para afrontar el nuevo rol de adulto. Es en ese momento del ciclo vital que se
adquieren las habilidades sociales y un principio de realidad más estructurado.
Sumado a la lucha por la consecución de una caracterización propia frente a los
otros, los conflictos y el distanciamiento con los cuidadores. La culpa, la sensación de
abandono, la frustración y el confrontamiento constante; imperan en la emocionalidad.
Mutando en resentimiento e inconformidad. En muchos casos es lo que da la fortaleza para terminar de romper esa coraza del cuidado parental, ante la mirada social desaprobatoria, agudizando el conflicto y la fragmentación interna.
Se entiende por adulto aquel que está realizando su proyecto de vida. En esta
definición, resalta el requisito de tener un proyecto de vida y haberlo construido. Más allá de
las connotaciones biológicas de maduración fisiológica o desarrollo neurológico, el rol de
adulto está ligado con un constructo social y legal. Hay culturas donde la percepción de adulto
en los hombres se da a partir de los 13/14 años y en las mujeres se ritualiza con la celebración
de 15 años. Por la potencialidad vigente de tener hijos se es adulto. Sin embargo, en el
pensamiento urbano de occidente, impera la productividad y utilidad en el sistema económico;
un conjunto de conductas para el que hay un catálogo implícito que se devela por medio de las transgresiones.
La pesada carga de la realización personal, el éxito y las compensaciones sociales
toman relevancia a medida que la edad avanza. La vida nos toma por asalto. En la medida que
los cumpleaños pasan, más, a medida que se van asumiendo las responsabilidades que la
autorrealización reclama. La individuación se desdibuja y los retruécanos del sistema
defraudan y frustran. La etapa de la adultez, planteada como un ideal se convierte en un
tortuoso compendio de convenciones que debieron ser preparados en la adolescencia. Las
expectativas planteadas desde el optimismo ingenuo se tornan en satisfacciones efímeras, o
en profundas insatisfacciones. La dificultad para asimilar esta etapa del ciclo vital queda
evidenciada en las crisis de mediana edad, aferrarse a los rezagos de juventud para compensar
las falencias de la adolescencia.
Por otro lado, la maduración temprana limita enormemente la capacidad de
comprensión de la realidad. Retomando la comparación con los reptiles que buscan garantizar
la continuación de la especie por volumen, compitiendo por la supervivencia; en los entornos
de familias humanas muy limitadas de recursos y donde hay numerosos hijos, la agresividad se convierte en la estrategia imperante. Si no son agresivos serán devorados por el entorno. El
maltrato, el matoneo y la imposición; son el camino para satisfacer las necesidades de afecto y
atención. Al ser altamente efectivas en ese entorno, el individuo se convence que es la única
estrategia válida y aplicable a todos los contextos. O por el contrario donde la sumisión para
buscar la aprobación sustentada en la noción de mérito, aparenta madurez, pero oculta la real
dinámica de la consecución de objetivos en el sistema y la cultura. Se limita la capacidad de
desafiar la normatividad, castrando al individuo de poder para confrontar y afrontar.
Por lo tanto, el desarrollo del pensamiento es un proceso individual, determinado
por la genética, la crianza y el entorno; esa construcción de la realidad, en cada uno de sus
hitos, le otorga a cada individuo la capacidad para desenvolverse de manera más adecuada
con su ecosistema social. Pero es sin duda, la adolescencia la etapa que más sentencia ese
cometido. Salir del cascarón a tiempo, contar con el acompañamiento adecuado y tomar
riesgos calculados son el camino ideal para una adultez satisfactoria. ¿Será posible? La
experiencia nos enseña que aún estamos en camino de experimentación para descubrirlo.